Supongamos que, entre la presión de las burbujas y la incertidumbre de una caja oscura, una botella de champaña se pregunta si terminará sus días en una boda, en la suite de un hotel o explota mientras alguien toca el piano en un crucero. O si será servida o no en el Moulin Rouge. Es una cuestión de estadísticas: una de cada mil botellas de champaña en el mundo se destapa allí.
Eso dice la leyenda y es verdad.
Los primeros corchos vuelan después de las siete. Cuando el rey Hussein de Jordania visitaba el Moulin, gritaba: "¡Monsieur Henri!", y Henri Poussimour contestaba "Buenas noches, su majestad", inclinándose un poco más de lo habitual. Para los clientes no reales conserva el ángulo preciso entre la cortesía y la reverencia a la hora de señalar el salón donde ciento quince empleados, que él llama "la sociedad", se encargarán de atenderlos. La sonrisa de monsieur Henri es eterna y enorme y es la que mantiene cuando habla de los personajes legendarios de la historia reciente del Moulin.
"Una es Miss Doris", dice poniéndome la mano en el hombro, "la otra leyenda soy yo".
Los primeros corchos vuelan después de las siete. Cuando el rey Hussein de Jordania visitaba el Moulin, gritaba: "¡Monsieur Henri!", y Henri Poussimour contestaba "Buenas noches, su majestad", inclinándose un poco más de lo habitual. Para los clientes no reales conserva el ángulo preciso entre la cortesía y la reverencia a la hora de señalar el salón donde ciento quince empleados, que él llama "la sociedad", se encargarán de atenderlos. La sonrisa de monsieur Henri es eterna y enorme y es la que mantiene cuando habla de los personajes legendarios de la historia reciente del Moulin.
"Una es Miss Doris", dice poniéndome la mano en el hombro, "la otra leyenda soy yo".
Su corazón. Eso era lo que quería poseer, el corazón y no los calzones, un hombre con bigote y vaso de absenta que, a fuerza de comprar un boleto de primera fila para cada uno de los shows de la ex lavandera, terminó encargado de pintar los afiches de los espectáculos. Esos afiches, firmados por Henri de Toulouse-Lautrec, hicieron entrar al Moulin en la historia del arte.
Son las tres de la tarde, con las luces encendidas se puede ver que las mesas del Moulin son tablas sin pulir y están numeradas con marcador. Los afiches son más visibles. Uno de los personajes que más aparece es Jane Avril -compañera de la Goulue- y amiga de Oscar Wilde y Mallarmé. La loca Jane no sólo contrastaba con su compañera intelectualmente: Jane era hermosa.
Dice su edad muy pronto, y eso en una mujer sólo significa que miente o que se siente orgullosa de estar bien conservada. Debe de ser el segundo caso. Para alguien que hasta los treinta y cinco años bailó cada noche, retirarse para dirigir el baile no es retirarse. La Goulue gastó su dinero comprando leones que se le morían y terminó en espectáculos de pueblo. Jane Avril -luego de enviudar- pasó algunos años en un ancianato. Sus seguidores se enteraron y le organizaron un regreso-despedida para verla bailar un último can-can. Tenía 73 años. Le pregunto a Janet por las bailarinas que llegado el momento no quieren retirarse.
"Es duro decirle a alguien que es el momento, pero la gravedad hace sus estragos y en un punto te vas a ver mal si te paras al lado de una bailarina de 21", dice llevándose las manos al pecho mientras suspira. Un aroma a ginebra queda en el aire.
"En realidad no sé bien, porque hay dos tipos de bailarinas. Yo soy parte de las bailarinas desnudas..."aunque en realidad no bailamos completamente desnudas", dice.
Yo pienso "dommage!" que podría traducirse como "Es una lástima".El baile "no completamente desnudo" de Julie contradice el imaginario colectivo del Moulin, porque a) En todo el espectáculo no hay un solo acto de striptease ("dommage!"); b) Muchas personas van con sus niños, y c) La única relación entre las bailarinas y los clientes puede ser un autógrafo para el que espere a la salida.
Las bailarinas ocupan la mitad trasera del escenario. El piso de la mitad delantera comienza a retroceder y una princesa prisionera se mantiene en el borde. En ese momento sale del piso un acuario gigante donde tres pitones se retuercen esperando a su víctima...
El exotismo for export y un poco exagerado del Moulin ha incluido revistas que ocurren en el Perú, el Oeste y el Caribe. Thierry Outrilla comenzó como bailarín, luego fue coreógrafo asistente y ahora su tarjeta dice "Director de Escena" y está al frente de un equipo de casi ochenta técnicos, electricistas, sonidistas y operadores de un espectáculo de siete millones de euros.
Si de algo se quejan todos en el Moulin es del desgaste que significan las cuatro horas de danza cada noche, seis días por semana. Si de algo todos están orgullosos es de las celebridades que han subido al escenario. Sinatra dio un concierto en 1984; Elton John lo hizo diez años después, y el mejor bailarín del mundo, Mikhail Barischnikoff, montó un espectáculo exclusivo. En 1944, Edith Piaf se presentó en doce fechas que los franceses tienden a decir que "incluyeron los primeros días tras la liberación de París", porque es duro admitir que la reina de la canción hizo algunas presentaciones antes de la liberación. Los Gipsy Kings, Liza Minelli y Ray Charles también pasaron por aquí y para monsieur Henri, ningún momento iguala la última presentación de Maurice Chevalier. "La gente no paraba de aplaudir", dice.
Cuando los espectadores creen que por haber visto serpientes, caballos enanos y bailarines voladores, lo han visto todo, es hora del can-can. Entonces aparecen en escena las sesenta bailarinas del Moulin. Llevan botas azules y rojas, penachos de plumas y ligas con la bandera francesa que se repite en el frou-frou de las faldas.
Cuando los espectadores creen que por haber visto serpientes, caballos enanos y bailarines voladores, lo han visto todo, es hora del can-can. Entonces aparecen en escena las sesenta bailarinas del Moulin. Llevan botas azules y rojas, penachos de plumas y ligas con la bandera francesa que se repite en el frou-frou de las faldas.

"Todo, excepto la champaña", dice monsieur Henri, mientras sirve otra copa. La noche apenas comienza.
Por: Ricardo Abdahllah
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